Era fundamental tomarse las píldoras para poder
entrar en aquel país. Dos azules en el control de pasaportes, una blanca en la
puerta de embarque y, a partir de ahí, una roja cada 20 minutos.
Y cómo olvidarlo. Cada nada infinidad de
carteles se iluminaban en las calles y lugares públicos. “Dindondín. Píldora
roja”, atronaba también la megafonía en el interior de los edificios. Entonces
yo dejaba a un lado lo que estuviera haciendo y sacaba mi cajita de pastillas
rojas. Y como yo, nadie sabía a ciencia cierta por qué las tomaba y tampoco nos
atrevíamos a prescindir de ellas.
Supe que me había adaptado un día en que me vi
aguardando con una paciencia calculada la señal del minuto 20. Así, quieto,
como el resto de los ciudadanos con sus cajitas de pastillas abiertas y listas.
Sólo importaba ese momento. El resto, qué más daba. Y entonces decidí emigrar a
otro país.
Nota: gracias a LP por ayudarme a publicar esto.
Nota: gracias a LP por ayudarme a publicar esto.
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