martes, 5 de marzo de 2013

Las gafas

Maldita sea, ¿cómo pudo olvidarse las gafas? Ahora no tendría más remedio que volver a las oficinas de la corporación. Porque se las había dejado allí, no había otra explicación. Seguramente en ese minuto y medio del descanso, cuando no aguantó más la tensión de las optimizaciones y pidió ir al baño. Lo de después sucedió demasiado rápido:
–Empleado 534, pasillo A –lo habían nombrado por megafonía–, ha sido usted seleccionado para optimizar la empresa. 

Todos a su alrededor lo habían aplaudido protocolariamente. Él había forzado una sonrisa como estaba estipulado, sin darse cuenta de que ya no llevaba sus gafas puestas, y una silueta holográfica lo había apremiado desde su escritorio:

–Por favor, empleado 534, sonría, usted es el seleccionado del día, sonría mejor. 

Entonces Roberto, consciente de ser meticulosamente observado, había puesto empeño en esa sonrisa mientras recogía sus escasas pertenencias y se olvidaba de sus gafas. El resto de sus compañeros de sección apenas le prestó atención ya.

Ahora, pese a que las normas sobre optimizaciones eran tajantes, no le quedaba otra solución que volver. ¿Y qué hacer si no? Roberto estaba en una zona de tránsito. Sin sus gafas no le dejarían circular por ninguno de los sectores de la ciudad, ni tampoco identificarse en la entrada del transbordador ni mucho menos acceder a su cápsula de descanso en el caso improbable de que consiguiera llegar. Sin sus gafas sencillamente estaba atrapado la misma calle del edificio de la corporación para siempre, así que regresó sobre sus pasos.

 –Identifíquese, por favor. 

Roberto miró al robot de la entrada con desdén. Los androides de primera generación siempre le habían parecido primitivos comparados con los cíborgs de las fuerzas del orden. ¿Acaso no veía que no llevaba sus gafas?

–No puedo, me he dejado las gafas dentro de las oficinas. Soy el empleado 534 del pasillo A. 

El bot apenas tardó un segundo en procesar esta información. 

–Lo sentimos, no existe tal sujeto, despeje el perímetro y pase un buen día. 
–Claro que no existe, me acaban de optimizar y es posible que el registro se haya eliminado... 
–Por favor despeje el perímetro de la entrada. 
–Es que me he dejado las gafas dentro y no puedo... 

No hubo tiempo para explicaciones. Unas pinzas metálicas procedentes del torno de la entrada lo tomaron de la chaqueta y lo depositaron sin contemplaciones en el exterior del pabellón. Roberto aterrizó de bruces en la escalinata principal de la entrada sin dar crédito a lo sucedido. 

Estúpido bot. ¿Acaso no se daba cuenta de lo que pasaba? Aunque tampoco podía culparlo, no era más que un puñado de circuitos y hojalata de primera generación. 

Tenía que volver y aclararlo. Quizás, si formulaba los hechos en la forma y el orden adecuado, su caso podría filtrarse a una instancia superior. ¡Eso era! Se explicaría con calma y todo se arreglaría. 

–Identifíquese, por favor. 

El mismo androide de antes le acercó una vez más el lector para identificarlo. Roberto tomó aire: 

–No tengo mis gafas, soy el empleado 534 de la fila A, búsquenme en su fichero histórico de optimizaciones y me encontrarán. Me habéis borrado pero seguro que tenéis una copia de seguridad. 

El bot se quedó pensando. Roberto suspiró aliviado mientras los segundos transcurrían y las barras de progreso circulares de las pupilas del robot se completaban. Finalmente, dijo: 

–Por favor, no se mueva. Las autoridades están en camino. 
–No, no me han entendido, no. Yo no quiero que vengan las autoridades. Sólo quiero hablar con alguien. No lo entienden. Necesito recuperar mis gafas. Si pudieran dármelas tan sólo... 

Pero el bot no parecía procesar nada de lo que Roberto decía. 

–Escúcheme, sé dónde están, sólo han de ir al baño de la sección décimoquinta, zona de empleados TX3B... 

Era inútil, el bot había girado su escáner lector hacia otros que, como él, trataban de acceder a las instalaciones. 

–Oiga... 

Desesperado, Roberto se colocó enfrente. 

–Se le ha informado de que no se moviera –pronunció el androide. 

Roberto no tuvo tiempo para replicar. Los brazos fibrosos de un par de cíborgs de las fuerzas del orden lo inmovilizaron sin contemplaciones. 

–Sujeto neutralizado –comunicó uno de ellos a su instancia superior. 

Roberto se retorció. 

–Perfecto –llegó una voz desde el otro lado del circuito. 
–¿Qué hacemos, señor? 
–Es un modelo obsoleto, transpórtenlo al área de reparaciones y búsquenle un visor de repuesto. Si no quedan, arrójenlo a la zona de chatarra y reciclaje. 

Roberto pataleó furioso mientras aquellos dos amasijos de fibras inteligentes, el último grito de la biotecnología, los malditos cíborgs, lo transportaban en volandas. 

–Tranquiiilo –le iba diciendo uno de ellos–, no tienes ya de qué preocuparte. 
–Pero qué anticuado que es –observó el otro. 
–No lo entienden, yo sólo quería que me dieran mis gafas. Yo sólo... 

Los dos cíborgs se rieron como si efectivamente fueran capaces de la risa. 

–¡Sus gafas! –se carcajeó uno–. ¡Esta chatarra de segunda generación lo llama gafas! 
–¡Gafas! –secundó el otro–. ¡Mira tus gafas! 

Los fuertes brazos de los cíborgs golpearon el hueco de sus ojos. Luego lo forzaron a inclinarse hacia uno de los espejos líquidos del recibidor. Y entonces se vio. Roberto gritó horrorizado. En sus cuencas oculares asomaban ahora cables sueltos y un circuito humeante.

–Cada día la misma historia con este modelo –dijo el cíborg de su derecha.
–Es una broma pesada que les hayan implantado una consciencia humana –le respondió el otro–. No nos trae más que problemas absurdos.

Los cíborgs arrastraron a un roberto-TX3B dócil y silencioso hacia la salida. 


Basado en El error, de Rosa Montero y el lanzamiento de Google Glass

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