lunes, 11 de febrero de 2013

La presa

Llego a casa después de una jornada frustrante y agotadora. 
 –Hola, Cariño, ¿qué tal tu día? –le digo asomándome al salón.
Y Cariño, que yacía sobre el sofá y veía tan tranquila el programa Salvados en el ordenador, da un pequeño respingo y se descoloca. No le doy tiempo para responder. En lugar de eso, me aproximo. Me gusta masticar el espacio que la rodea e invadirla lentamente. A cada zancada, entro y salgo de su campo visual de un modo excitante. Cariño trata inmediatamente de recomponer su postura, pero mi trasiego la desconcierta y yo encuentro en esta minucia una satisfacción secreta.
 –Bi... bien –acierta a responder.
Puedo oír su corazón acelerado. Sonrío. Ella me ve evaporarme hacia la cocina. Por poco tiempo, enseguida vuelvo de nuevo al marco de la puerta del salón. Me aposto allí. Es un juego que me estimula –me-ves/no-me-ves me-ves/no-me-ves– porque no la deja indiferente. Ahora sí que me ve. Yo me acerco lentamente y sé que me escucha antes de que hable porque ya llevo un rato murmurando por dentro y no es la primera vez que le pongo esta cara.
 –¿Tendrás cuidado con el ordenador? –le suelto.
Cariño no me entiende. ¿Qué es eso de “cuidado”? Tiene el ordenador bien cogido entre sus brazos temblorosos de cervatillo, ¿a qué viene todo esto? Ella estaba tan tranquilamente viendo Salvados hasta mi llegada. ¿Por qué le hablo así? Veo cómo nacen sus preguntas. Pero calla. Mi rostro está lleno de advertencias y presagios tenebrosos. ¿Por qué me hace tener que decirlo? Hiervo. ¿Es que no lo ve?
 –Es que en esa postura se te puede caer y es MI ordenador –ahora sí apuntalo.
Y entonces tiene lugar el pistoletazo final de salida. El salón se transforma. El cervatillo ya no descansa sobre su panza después de una buena comida. Ha dejado a un lado el ordenador. Ya no contempla el estallido primaveral ni retoza sobre las juguetonas gramíneas de la tapicería. Ahora la veo incorporarse completamente, por fin en alerta. El aire vibra y todo se pliega a la amenaza. Detrás de cada brizna de hierba se oculta el peligro.
 Cariño me mira con esa mirada suya de cérvido. Es una mirada que me traslada a la sabana y asigna personajes, roles y destinos con eficacia. Es una mirada que me afirma y me empuja. Y entonces yo también me veo en sus ojos y admito lo que antes sólo había intuido, lo que me había negado: mis zarpas magníficas, mi hermoso pelaje, mi planta esbelta y felina presta a la embestida. Lo veo todo con claridad asombrosa y, por un instante, me asusto de esta belleza y pienso que sería mejor ser un rumiante, como ella. ¡Qué ilusa! Es sólo un parpadeo fugaz.
 Enseguida miro a ese estúpido cervatillo que se ha atrevido a ponerme un espejo enfrente, que me ha retratado con su mirada, que ha puesto al descubierto mi estrategia y, entonces, la rabia se apodera de mí. Cariño lleva razón. Es absurdo pretender lo contrario. Ya soy un tigre indio, ya Cariño un cervatillo de venado blanco, ya la pradera nos acuna en su danza de desenlace macabro. Y quizás podría elegir un destino distinto, pero ya no lo quiero, ya no lo añoro, ahora sólo deseo completar el círculo perfecto que describe mi naturaleza. Cariño me mira con horror al contemplar mi verdadero ser, esta fiera taimada y voraz que la asusta. Ya no tengo otra opción que comérmela. Bien lo sabemos. Y abro mi boca y me relamo mientras Cariño, mi Cariño, tiembla hecha un ovillo sobre el sofá-estepa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario