Raúl me mira a los ojos y yo no
puedo dejar de mirarle la nariz.
–...o quizás
es que no me quieres –le insisto.
–Claro
que te quiero.
Acabo de descubrir que las
aletas de su napia son capaces del movimiento y necesito averiguar a qué lógica
obedece esta contracción.
–¿Y cómo
lo sabes?
–Te
quiero porque eres diferente de todas las mujeres que he conocido en toda mi
vida. Te quiero más que a mí mismo –me dice.
–¿Y si te
engañas a ti mismo sin saberlo?
Sus dos agujeros nasales se
contraen y dilatan en un big bang olfatorio. Tengo la impresión de haber tocado
el epicentro de sus temores. Se retuerce aparentemente angustiado.
–Mirándome
a los ojos. ¿No eres capaz de leer en ellos que te quiero de verdad? ¡Mírame a
los ojos!
Pero yo sólo puedo mirarle a la
nariz.
–¿Y cómo
quieres que no dude? –le digo–. ¿Qué pruebas tengo yo de que me quieres?
Entonces, la protuberancia que
tiene Raúl por nariz emprende el vuelo. Veo sus aletas abrirse, desplegarse y
mostrar su envergadura.
–Te
quiero, te q u i e r o.
Pero yo no puedo obviar las
cabriolas de su pituitaria. Su trayectoria me atrapa, y guardo silencio.
–¿Qué
quieres que haga? –me increpa–. ¿Que me mate para demostrártelo?
Y aterriza. Su órgano olfatorio
regresa como si nada al centro de su cara. Ligeramente convulso, palpita
exhausto tras el vuelo.
–A lo
mejor tendría que creerte.
La nariz de Raúl tiembla todavía.
–Claro
que sí –me dice.
Pero entonces le insisto:
–¡Eso es
lo que yo querría, creerte! ¿Pero quién me asegura que no te equivocas cuando
dices que me quieres?
Y Raúl de repente parece cansado:
–Mira,
sólo sé que te digo que te quiero y tú me acosas con preguntas. ¿Pues sabes
qué? Que ya está bien, me aturdes, me hartas...
Parpadeo varias veces para asegurarme
de que no me equivoco. Efectivamente, esta vez la nariz de Raúl no ha temblado
lo más mínimo. Me relajo y sé que he acertado de lleno. Ahora sí, ya puedo
mirarle a los ojos.
–...o
quizás es que no me quieres –concluyo.
(Basado en el cuento La fe, de Quim Monzó)
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